Crónica: La sinfonía del Putumayo: Tejiendo paz desde el alma de la madre selva
27 de noviembre de 2024
El sol caliente de noviembre caía como una sentencia premonitoria de alegría sobre Puerto Asís, que vibraba entre el calor y el murmullo incesante de la selva.
A las once de la mañana, cuando la humedad se volvía casi tangible y los colores del parque principal parecían derretirse en el aire, una brisa sutil, como un presagio, acarició los rostros expectantes de quienes se reunían bajo las sombras esquivas de los árboles del Parque Principal.
Allí, en ese rincón del Putumayo donde las voces humanas se mezclan con el canto de los pájaros y el susurro de los ríos, se tejía algo más grande que una sola muestra artística: se construía un acto de esperanza.
Valentía artística
Nuestro Tejido, Nuestra Paz no era solo un espectáculo; era una ceremonia donde las tradiciones y la música se alzaban como esencias guardianas de un legado que lucha por no desvanecerse.
Bajo el implacable sol selvático, los niños y jóvenes de la región ofrecieron sus melodías como quien entrega el corazón: con valentía, sin titubeos.
Las guitarras vibraban como si fueran parte del bosque, las voces se elevaban como lianas buscando el cielo, y las percusiones parecían emular el latido profundo de la tierra.
La música que cuida y sana
La Institución Educativa Puerto Vega, con su interpretación de Guardianes de alma buena y Mi río Putumayo, convocó el espíritu protector de los ríos que dan vida a la selva.
Cada acorde era un homenaje a la naturaleza, un recordatorio de que la música no solo entretiene; también cuida, resguarda, sana.
Más tarde, los estudiantes de la Institución Educativa Santa Isabel ofrecieron un viaje introspectivo con Quién soy yo, una canción que resonó como una pregunta íntima lanzada al viento, un eco que parecía perderse entre los árboles para regresar como una verdad ineludible sobre la identidad de los pueblos tradicionales del sur del país
El calor no doblegó a la multitud que, con pañuelos en mano y miradas atentas, absorbía cada presentación como si fuera una revelación.
En esos momentos, el arte no conocía de cansancio ni de límites; el sudor era tan solo el tributo a un ritual que unía raíces, culturas y esperanzas en un solo latido.
Pero fue la presentación del Coro del Putumayo la que logró que los murmullos cesaran y el tiempo se detuviera por un instante. Con Soy Putumayo, las voces entrelazadas crearon un puente invisible entre generaciones. En el aire denso de la tarde, las palabras se transformaron en semillas que prometían florecer en un futuro más armonioso. «A esto suena la paz,» pareció decir la música, mientras los aplausos rompían el hechizo.
El evento concluyó con la ovación de una comunidad que, a pesar del calor y la fatiga, se negaba a abandonar el parque. Los asistentes sabían que no solo habían presenciado un acto artístico, sino una declaración de vida, un recordatorio de que el Putumayo no solo resiste, sino que canta, sueña y construye.
En el ocaso de la jornada, mientras el cielo se oscurecía y traía algo de lluvia tropical, y las últimas notas se desvanecían entre los árboles, algo quedó claro: en el alma del Putumayo, la música seguirá siendo el hilo que une los fragmentos de una paz largamente anhelada.
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